RESEÑA CRÍTICA
El mayor temor que se tiene en la infancia es el de la ausencia de la luz, no de la oscuridad, pues esta última, como tal, no existe. Prueba de ello es que sabemos de la existencia de fotones, no de antifotones, y por ello podemos estar seguros de que si salimos en un día luminoso y espléndido –de esos en que nos sentimos uno con todo–, y abrimos un paraguas que nos tape la luz, nuestro rostro se oscurecerá levemente, pero al contrario, si abrimos a media noche el mismo paraguas con la idea de tapar la oscuridad, por más que lo intentemos, no lograremos iluminar nuestro rostro.
¿A quién no se le pone la piel de gallina cuando camina en las noches sin luz? Sintiendo que los pies se van uniendo con todo, y que la música emprendida por los grillos y otros insectos nocturnos, se va convirtiendo en la orquesta filarmónica más perfecta. Darse cuenta de que las estrellas tan espléndidas y hermosas que ve, quizá ya llegaron a su fin hace miles de años, y esa luz apenas llega a nuestros ojos y nos hace soñar. Regresar a esos días tan oscuros, donde escondidos en las cavernas, quizá esperando que llegase el día para reanudar la vida, o temiendo a las sombras; nos sentíamos indefensos y abandonados. En el día temíamos la llegada de la noche y sentíamos con más fuerza ese terror hacia lo desconocido. ¡Qué ironía! Saber que en la penumbra y más aún en el día, somos lámparas incandescentes de infrarrojos, y por motivos ajenos, no percibimos esa magnificencia, de la cual se habla en varios capítulos del libro “La luz” de Ana María Cetto, con mayor hincapié en el capítulo V.
La tradición popular –con gran certeza– afirma: lo que bien comienza, bien termina. Y veo que realmente este dicho se puede afirmar al libro de Ana María Cetto, ya que no podría haber escogido mejor fragmento para darle un toque mágico a su libro, que las palabras de Wenceslao Barquera en su Introducción. Y realmente, puedo afirmar que las partes que más me hicieron adentrarme en el mundo de lo ficticio, fueron el primer capítulo y los dos últimos (así que veo que tenemos que inventar un nuevo refrán que hable de los intermedios de los libros); de los cuales pienso hacer hincapié en los próximos párrafos, pero solo a grandes rasgos.
Reiteradamente en el libro, se plantea una verdad absoluta, la cual dice que sin luz no existiría lo que conocemos como el mundo. Y realmente estoy seguro de ello, porque sé a ciencia cierta que lo que existe no es como lo vemos, y eso me preocupa, hasta llevarme a proponer hipótesis alejadas del sentido común. No obstante, cuando uno se adentro mucho más en el libro, se da cuenta con total certeza que hay un lenguaje tan claro que lleva la matemática, la física y la experimentación paralelas con nuestra concepción del mundo. Concepción que está en proceso de perfeccionamiento y en contínua modificación. Por ejemplo, del libro pude reafirmar y deducir una idea que tenía; que nosotros por más que tratemos no podemos ver la “verdadera cara” de las cosas, es decir, que yo jamás he visto el rostro del ser más amado –el de mi madre–; sino que lo que veo no es más que el rebote de la luz a mis ojos, los cuales por medio de las células de la retina – los conos y bastones– convierten a mi madre en cargas eléctricas o sea en iones de sodio, potasio y cloro, que en las zonas de la visión del cerebro forman mapas de cargas de formas intrincadas, me crean una codificación de algo ignoto que llamo mi madre. Esa faceta de la luz visible, comprendida entre los colores que puedo ver y los que son invisibles a mis sensaciones oculares, me asusta.
Uno de tantos científicos, a los que la luz les llamó la atención –para ponerle todo su empeño y dedicación–; y hallar por ende, una explicación a sus interrogantes, fue el célebre matemático, físico y astrónomo Isaac Newton, quien siendo un fervoroso cristiano tuvo una gran inspiración para sus trabajos sobre la luz. ¿Se preguntarán ustedes cómo conciliar la ciencia y la religión? Más aún, la física de la luz y la religiosidad… Pues bien, simple y llanamente por una de las tantas frases que dijo Jesucristo, quien tan solo estuvo únicamente tres años predicando en la Tierra, y hoy, casi dos mil años después, seguimos discutiendo sus conceptos y visiones de la realidad. Dice la Historia que a Newton le pareció el misterio del siglo que Jesús dijera en la Biblia lo siguiente: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, de ninguna manera andará en oscuridad”, Juan 8:12. Se dice que Newton le intrigó tanto que Jesús dijera que Él era la luz, que quiso saber –con ese deseo profundo, diáfano y claro de hallar la verdad–, qué había querido decir Él, y aprovechando una epidemia de peste bubónica que lo tenía a sus 19 años encerrado por allá en una parcela, comenzó su investigación –me lo imagino como extasiado pensando en Dios y tratando de hallarlo–.
Realmente la historia de cómo nuestros antepasados buscaban la esencia misma de la luz, me apasiona, y de tan sólo uno imaginarse a esos sabios tan dedicados jugando con algo tan misterioso e ineluctable, creo verlos “iluminados” o llevados por algo más fuerte que la propia conciencia. Me refiero a que jugaban, debido a que sus experimentos parecen algo fantástico para su época, pues imaginarse a Galileo Galilei, tratando de medir la velocidad de la luz entre dos montañas distantes 8 kilómetros una de la otra, es atreverse a más, a ir más allá de lo que la simple lógica y el pensamiento legado por los antepasados nos deja, es estar “sobre los hombros de gigantes”, como lo dijo Newton.
La simple pregunta: ¿qué es la luz?; nos lleva a dar el primer paso que necesitamos para emprender una búsqueda intensa y contínua de la verdad, de lo que decía Cristo, que hoy, casi 4 siglos después de decirlo Newton, me sigue interrogando, ¿qué habrá querido decir el Gran Maestro al referirse a ser la luz?
Parece tonto tratar de agradecer a algo inerte y “muerto” el hecho de estar vivos. Cómo no agradecerle a la luz, el placer de quedarse estático por unos segundos observando la majestuosidad del vuelo de un colibrí, o el brillo de una mariposa que da visos dorados o plateados. Cuando me doy cuenta de que gracias a ella, las plantas “respiran” y tenemos las proporciones perfectas para vivir, me sumerjo en un mundo que se me antoja un mundo de hadas, o de Alicia en el País de las Maravillas. A ella le debo todo, pero más allá de ella debe haber alguien. Cómo no percibir su existencia, si la atmósfera tiene el grosor perfecto para que pasen las luces del sol –que ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre–; y de esta forma no nos tocan los rayos ultravioletas dañinos para nuestra piel. Además, son pocos los rayos X, y los Gamma que tocan la Tierra.
Los fenómenos físicos no son ajenos a nosotros. Y la luz no es la excepción. ¿Cómo puede ser algo “corpúsculo” y a la vez onda? Sería como decir que yo soy cuerpo y también alma. ¡Absolutamente no! ¿Cómo podría yo ser algo que tarde o temprano va a destruirse, que la más mínima partícula puede acabar con mi cuerpo? ¡Hay algo erróneo en la interpretación del mundo que nos dejaron los antiguos filósofos! Y quizá sea gracias a los sentidos (especialmente al de la visión); los cuales parecen engañarnos y jugar con luces, es decir, hacer ilusiones.
Viéndolo bien, al igual que la luz, la concepción del cuerpo y del alma es difícil de comprender. La idea de que somos alma es como una piadosa creencia para cuando nos muramos, porque todo el tiempo estamos convencidos de ser cuerpo. Lo cuidamos, lo vestimos, lo alimentamos, etc. Y nuestra sociedad adora los cuerpos: los exhibe vestidos, semivestidos y desnudos. Yo no soy cuerpo, yo soy un alma, pero utilizo un cuerpo. Igualmente, al comportarse la luz como partícula, tiene ciertas características distintas como cuando se comporta como onda, pero cada una de esas facetas es ella misma. ¡Tan distintas las facetas como el anverso y el revés y así de inseparables, totalmente indisolubles! Es tanto, que me llama mucho la atención la frase escrita en el libro reseñado: “Todos sabemos qué es la luz, pero no es fácil decir lo que es” (La vida de Samuel Johnson, J. Boswell, 1791)
Newton estuvo totalmente seguro de que con los experimentos que diseñó podría deducirse la naturaleza corpuscular de la luz. ¡Y no es para menos! Sus experimentos los realizó incontables veces, y siempre se afirmaba lo mismo. Por otro lado, científicos de su época como Huygens afirmaban que la luz era una onda, pero Newton nunca realizó los experimentos que lo hubieran hecho descubrir el lado ondulatorio de la luz.
Aún hoy día, existen personas que creen que lo que no se puede ver, no existe, como si la luz fuera el único vínculo de la mente humana con la realidad cósmica. Entonces estarían negando la existencia de las ondas de radio, las ondas de los celulares, las ondas de televisión, y otros tantos fenómenos invisibles a nuestros sentidos, pero tan presentes como el aliento de vida. Realmente es el espíritu el que ve, cuando interpreta los datos sensoriales.
Para terminar, la lectura del libro “La Luz” de Ana María Cetto, fue una experiencia intelectual emocionante, independientemente de mi deseo de participar en el concurso “Leamos la Ciencia para Todos”. Su forma de explicar la metodología y los resultados de la ciencia, es apasionante, muy clara, y hasta donde comprendo como egresado del 11º grado, muy exacta, porque no pude hallar en las palabras de la autora ninguna contradicción con mis conocimientos básicos de física y sí muchas cosas que hicieron claridad sobre lo que como estudiante de secundaria no había profundizado. Aunque no ganara el concurso habría ganado algo mejor: Conocimiento.
¿A quién no se le pone la piel de gallina cuando camina en las noches sin luz? Sintiendo que los pies se van uniendo con todo, y que la música emprendida por los grillos y otros insectos nocturnos, se va convirtiendo en la orquesta filarmónica más perfecta. Darse cuenta de que las estrellas tan espléndidas y hermosas que ve, quizá ya llegaron a su fin hace miles de años, y esa luz apenas llega a nuestros ojos y nos hace soñar. Regresar a esos días tan oscuros, donde escondidos en las cavernas, quizá esperando que llegase el día para reanudar la vida, o temiendo a las sombras; nos sentíamos indefensos y abandonados. En el día temíamos la llegada de la noche y sentíamos con más fuerza ese terror hacia lo desconocido. ¡Qué ironía! Saber que en la penumbra y más aún en el día, somos lámparas incandescentes de infrarrojos, y por motivos ajenos, no percibimos esa magnificencia, de la cual se habla en varios capítulos del libro “La luz” de Ana María Cetto, con mayor hincapié en el capítulo V.
La tradición popular –con gran certeza– afirma: lo que bien comienza, bien termina. Y veo que realmente este dicho se puede afirmar al libro de Ana María Cetto, ya que no podría haber escogido mejor fragmento para darle un toque mágico a su libro, que las palabras de Wenceslao Barquera en su Introducción. Y realmente, puedo afirmar que las partes que más me hicieron adentrarme en el mundo de lo ficticio, fueron el primer capítulo y los dos últimos (así que veo que tenemos que inventar un nuevo refrán que hable de los intermedios de los libros); de los cuales pienso hacer hincapié en los próximos párrafos, pero solo a grandes rasgos.
Reiteradamente en el libro, se plantea una verdad absoluta, la cual dice que sin luz no existiría lo que conocemos como el mundo. Y realmente estoy seguro de ello, porque sé a ciencia cierta que lo que existe no es como lo vemos, y eso me preocupa, hasta llevarme a proponer hipótesis alejadas del sentido común. No obstante, cuando uno se adentro mucho más en el libro, se da cuenta con total certeza que hay un lenguaje tan claro que lleva la matemática, la física y la experimentación paralelas con nuestra concepción del mundo. Concepción que está en proceso de perfeccionamiento y en contínua modificación. Por ejemplo, del libro pude reafirmar y deducir una idea que tenía; que nosotros por más que tratemos no podemos ver la “verdadera cara” de las cosas, es decir, que yo jamás he visto el rostro del ser más amado –el de mi madre–; sino que lo que veo no es más que el rebote de la luz a mis ojos, los cuales por medio de las células de la retina – los conos y bastones– convierten a mi madre en cargas eléctricas o sea en iones de sodio, potasio y cloro, que en las zonas de la visión del cerebro forman mapas de cargas de formas intrincadas, me crean una codificación de algo ignoto que llamo mi madre. Esa faceta de la luz visible, comprendida entre los colores que puedo ver y los que son invisibles a mis sensaciones oculares, me asusta.
Uno de tantos científicos, a los que la luz les llamó la atención –para ponerle todo su empeño y dedicación–; y hallar por ende, una explicación a sus interrogantes, fue el célebre matemático, físico y astrónomo Isaac Newton, quien siendo un fervoroso cristiano tuvo una gran inspiración para sus trabajos sobre la luz. ¿Se preguntarán ustedes cómo conciliar la ciencia y la religión? Más aún, la física de la luz y la religiosidad… Pues bien, simple y llanamente por una de las tantas frases que dijo Jesucristo, quien tan solo estuvo únicamente tres años predicando en la Tierra, y hoy, casi dos mil años después, seguimos discutiendo sus conceptos y visiones de la realidad. Dice la Historia que a Newton le pareció el misterio del siglo que Jesús dijera en la Biblia lo siguiente: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, de ninguna manera andará en oscuridad”, Juan 8:12. Se dice que Newton le intrigó tanto que Jesús dijera que Él era la luz, que quiso saber –con ese deseo profundo, diáfano y claro de hallar la verdad–, qué había querido decir Él, y aprovechando una epidemia de peste bubónica que lo tenía a sus 19 años encerrado por allá en una parcela, comenzó su investigación –me lo imagino como extasiado pensando en Dios y tratando de hallarlo–.
Realmente la historia de cómo nuestros antepasados buscaban la esencia misma de la luz, me apasiona, y de tan sólo uno imaginarse a esos sabios tan dedicados jugando con algo tan misterioso e ineluctable, creo verlos “iluminados” o llevados por algo más fuerte que la propia conciencia. Me refiero a que jugaban, debido a que sus experimentos parecen algo fantástico para su época, pues imaginarse a Galileo Galilei, tratando de medir la velocidad de la luz entre dos montañas distantes 8 kilómetros una de la otra, es atreverse a más, a ir más allá de lo que la simple lógica y el pensamiento legado por los antepasados nos deja, es estar “sobre los hombros de gigantes”, como lo dijo Newton.
La simple pregunta: ¿qué es la luz?; nos lleva a dar el primer paso que necesitamos para emprender una búsqueda intensa y contínua de la verdad, de lo que decía Cristo, que hoy, casi 4 siglos después de decirlo Newton, me sigue interrogando, ¿qué habrá querido decir el Gran Maestro al referirse a ser la luz?
Parece tonto tratar de agradecer a algo inerte y “muerto” el hecho de estar vivos. Cómo no agradecerle a la luz, el placer de quedarse estático por unos segundos observando la majestuosidad del vuelo de un colibrí, o el brillo de una mariposa que da visos dorados o plateados. Cuando me doy cuenta de que gracias a ella, las plantas “respiran” y tenemos las proporciones perfectas para vivir, me sumerjo en un mundo que se me antoja un mundo de hadas, o de Alicia en el País de las Maravillas. A ella le debo todo, pero más allá de ella debe haber alguien. Cómo no percibir su existencia, si la atmósfera tiene el grosor perfecto para que pasen las luces del sol –que ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre–; y de esta forma no nos tocan los rayos ultravioletas dañinos para nuestra piel. Además, son pocos los rayos X, y los Gamma que tocan la Tierra.
Los fenómenos físicos no son ajenos a nosotros. Y la luz no es la excepción. ¿Cómo puede ser algo “corpúsculo” y a la vez onda? Sería como decir que yo soy cuerpo y también alma. ¡Absolutamente no! ¿Cómo podría yo ser algo que tarde o temprano va a destruirse, que la más mínima partícula puede acabar con mi cuerpo? ¡Hay algo erróneo en la interpretación del mundo que nos dejaron los antiguos filósofos! Y quizá sea gracias a los sentidos (especialmente al de la visión); los cuales parecen engañarnos y jugar con luces, es decir, hacer ilusiones.
Viéndolo bien, al igual que la luz, la concepción del cuerpo y del alma es difícil de comprender. La idea de que somos alma es como una piadosa creencia para cuando nos muramos, porque todo el tiempo estamos convencidos de ser cuerpo. Lo cuidamos, lo vestimos, lo alimentamos, etc. Y nuestra sociedad adora los cuerpos: los exhibe vestidos, semivestidos y desnudos. Yo no soy cuerpo, yo soy un alma, pero utilizo un cuerpo. Igualmente, al comportarse la luz como partícula, tiene ciertas características distintas como cuando se comporta como onda, pero cada una de esas facetas es ella misma. ¡Tan distintas las facetas como el anverso y el revés y así de inseparables, totalmente indisolubles! Es tanto, que me llama mucho la atención la frase escrita en el libro reseñado: “Todos sabemos qué es la luz, pero no es fácil decir lo que es” (La vida de Samuel Johnson, J. Boswell, 1791)
Newton estuvo totalmente seguro de que con los experimentos que diseñó podría deducirse la naturaleza corpuscular de la luz. ¡Y no es para menos! Sus experimentos los realizó incontables veces, y siempre se afirmaba lo mismo. Por otro lado, científicos de su época como Huygens afirmaban que la luz era una onda, pero Newton nunca realizó los experimentos que lo hubieran hecho descubrir el lado ondulatorio de la luz.
Aún hoy día, existen personas que creen que lo que no se puede ver, no existe, como si la luz fuera el único vínculo de la mente humana con la realidad cósmica. Entonces estarían negando la existencia de las ondas de radio, las ondas de los celulares, las ondas de televisión, y otros tantos fenómenos invisibles a nuestros sentidos, pero tan presentes como el aliento de vida. Realmente es el espíritu el que ve, cuando interpreta los datos sensoriales.
Para terminar, la lectura del libro “La Luz” de Ana María Cetto, fue una experiencia intelectual emocionante, independientemente de mi deseo de participar en el concurso “Leamos la Ciencia para Todos”. Su forma de explicar la metodología y los resultados de la ciencia, es apasionante, muy clara, y hasta donde comprendo como egresado del 11º grado, muy exacta, porque no pude hallar en las palabras de la autora ninguna contradicción con mis conocimientos básicos de física y sí muchas cosas que hicieron claridad sobre lo que como estudiante de secundaria no había profundizado. Aunque no ganara el concurso habría ganado algo mejor: Conocimiento.